UNA HISTORIA DE DOLOR, AMOR Y ARREPENTIMIENTO


Siempre pensé que yo era un tipo desafortunado, incluso tonto. Desde pequeño estuve con una sola chica, y con el tiempo terminamos casándonos y teniendo un hijo.

Pensaba que debía trabajar por mi esposa y mi hijo, que debía esforzarme. Así fue que, sin darme cuenta, llegué a los 25 años sin haberme tomado ni una cerveza por gusto, sin ropa bonita, sin disfrutar de juegos ni diversión. Siempre ocupado, incluso en casa, haciendo los informes que mi jefe malhumorado me encargaba.

Ni siquiera tenía amigos. Ni tiempo para ir a una reunión de excompañeros.
Mi vida me parecía triste, vacía. Al principio, al menos, llegar a casa era bonito. Ver a mi esposa sonriendo, mi hijo jugando… ese hogar me parecía lo más hermoso del mundo.

Pero poco a poco… todo cambió.
Siempre la misma comida. Siempre la misma mujer. Siempre la misma cama.
Solo verla ya me molestaba.
Mientras otros disfrutaban su juventud, yo… ¿qué hice? Me casé joven. Viví como un burro.
Eso pensaba una y otra vez.

Hasta que un día, llegó a la oficina un chico de mi edad, alegre, divertido. Parecía que el destino lo mandó para rescatarme de mi rutina.
Desde entonces, todo se volvió más emocionante. Tenía un nuevo amigo. Salíamos después del trabajo, jugábamos billar, íbamos a pubs, tomábamos una que otra cerveza.

Mi esposa, al principio, no decía nada. Ni llamaba. Si llegaba tarde, no reclamaba.
Todo era tranquilo.

Hasta que un día, era el cumpleaños de mi amigo.
—“Nos vemos a las 7, vamos a estar hasta tarde, así que arregla bien tus cosas en casa” —me dijo.

Pensé en decirle a mi esposa que llegaría tarde. Pero luego pensé: “Ni que le estuviera siendo infiel. No tengo que rendirle cuentas por todo”.
Así que simplemente salí sin decir nada.

La fiesta fue genial: buena comida, chicas lindas, música fuerte, juventud… ¡la juventud que nunca viví!
Entre todos, yo era el único casado. Me sentía como un idiota, un bicho raro. Ellos reían, brindaban, coqueteaban.
Yo solo observaba y pensaba cuánto envidiaba su libertad.

De pronto, mi esposa comenzó a llamarme.
Estaba rodeado de chicas. No podía contestar. Le escribí un mensaje:
“Estoy en el trabajo. No llames.”
Y para mi suerte, no insistió.

La verdad, debía volver a casa. Mi esposa y mi hijo me esperaban. Le pedí disculpas a mi amigo diciendo: —”Perdóname, hermano, mi familia me espera…” Pero él, sin pensarlo, respondió: —”¿Qué pasa? ¡Ni que fuéramos a acostarnos juntos! Vamos, es mi única fiesta al año, ¿acaso tu esposa no puede entenderlo?”

Y así me arrastró con él. Aquella noche ni siquiera coqueteé con nadie, sólo bebimos, reímos y luego me dormí. Pero al llegar a casa por la mañana, una sensación extraña me invadió. Un leve temor. Respiré hondo, pensando: “Bah, diré que trabajé hasta tarde. ¿Qué puede pasar?”

Mi esposa no dijo mucho. Me calentó la comida, luego fue al dormitorio a ver la tele. Yo, agotado y apestando a alcohol, fui directo a la ducha, tratando de borrar todo rastro de la noche anterior. Le dije: —“Dormí en la oficina… estoy agotado…” Me acosté. Ella no dijo nada. Así pasó ese día.

A partir de ahí, comencé a “quedarme” más seguido donde mi amigo. Mandaba un mensaje: “Tengo mucho trabajo”, “Estoy haciendo un proyecto con un colega”… apagaba el celular y me iba de juerga. Vida nocturna, bares, tragos, y algo más… y sí, la vida se puso más divertida.

Pero, como suele pasar, ella empezó a reclamar. —“No te importa tu hijo”, “Siempre llegas tarde”, “¿Dónde estabas anoche?” Y yo, al principio, trataba de calmarla: —“Mi amor, es por trabajo… Perdóname…” Pero mientras más me disculpaba, más me controlaba: mensajes, llamadas, revisaba mi celular… eso me hacía hervir por dentro.

Un día no aguanté más y estallé: —“¡Eres insoportable! ¿Puedes dejar de joder?”

Desde entonces, dejó de discutir. Yo también dejé de hablarle, ni un “hola”. Me acostaba sin mirarla.

Cuando nuestra relación llegó a ese punto de vacío absoluto, recordé lo que me dijo mi amigo: “Las mujeres, cuanto más las amas, más se suben encima. Ignórala. Total, no le estás siendo infiel. Sólo estás saliendo un poco, no eres un esclavo.”

Y le creí. Dejé de justificarme, dejé de escribirle “perdón”… simplemente desaparecí de a poco. Volvía de madrugada, los encontraba dormidos, recalentaba lo que hubiera y me acostaba sin más. Al despertar, directo al trabajo. Ni siquiera nos saludábamos ya. Dormíamos separados. Y en mi mente ya no tenía sentido seguir con ella. Pero tampoco me atrevía a decir “me quiero separar”. Sólo quería que esta vida absurda se terminara.

Hasta que un día, creo que ella decidió terminarlo. Provocó una discusión. Me lanzó frases como: —“No me amas”, “No te importamos”, “Ya no me miras”… Y yo, sin pensarlo, solté: —“¡Pues lárgate entonces!”

No entendía ni por qué lo dije. Pero no pedí perdón. Me fui de la casa.

Todo el día me lo pasé pensando: ¿realmente debería disculparme? ¿Qué hice mal? ¿Acaso soy el único culpable? Y justo apareció mi amigo. Al contarle todo, soltó una carcajada: —“¿Las mujeres mongolas ahora son diosas? ¡Bah! ¿Por qué sufres? No te va a dejar. Mejor relájate. Ya sacaste visa para días libres. Disfruta, ¡vamos a beber y olvidarte de esa amargura!”

Y eso hice. Me perdí tres días. Bares, borracheras, mujeres. Pero… ella ni llamó. Ni un mensaje. Esperé. Cinco días. Seis. Nada. Comencé a preocuparme. ¿Estará bien? ¿Y nuestro hijo?

Al séptimo día, decidí volver. Ya basta. Quizás ya se calmó. Al llegar al edificio, me senté afuera. Algo me decía que ella saldría a buscarme. Pero no pasó. Una hora después, subí.

La casa… vacía. Pensé que había salido. Revisé habitación por habitación. Nada. Ni ella, ni el niño. Ni ropa. Ni juguetes. Ni una nota… excepto un papel en la mesa del cuarto de nuestro hijo:

“El primer día que no llegaste, llevé comida a tu trabajo. No estabas. No llamé. Cuando volviste oliendo a alcohol, tampoco reclamé.

Dijiste que preparabas un proyecto, aunque un amigo te vio en el bar. Igual, guardé silencio.

Pensé: ‘Pobrecito, ha trabajado tantos años. Déjalo divertirse un poco. Que sonría.’

Pero dime tú: ¿alguna vez yo salí sola, dejando a mi hijo? ¿Me escondí? ¿Mentí?

No puedes decir que sí. Porque nunca lo hice.

Por eso pedí amor. Por eso me sentí con derecho a reclamar. Pero tú me echaste.

Te amé. Pero ya no puedo seguir amándote. Perdón. Adiós.”

Pensé que volvería. Una semana. Dos. Le escribí. Nada.

Decidí celebrarlo con mi amigo. ¡Libertad! Bebidas, bares, diversión. Pero pronto… el dinero se acabó. Vendí todo. El celular. El reloj. Hasta la alianza. Seguí bebiendo.

En tres meses, lo perdí todo. Sólo me quedó el apartamento que mis padres nos regalaron. Mi amigo dejó de buscarme. Me había vuelto un alcohólico. Sin familia. Sin amigos.

Un día, borracho, provoqué a unos chicos. Me dieron una paliza tan brutal que terminé en coma.

Desperté tras 14 días. En la cama del hospital, una mano tibia sostenía la mía. Llorando, ella dijo: —“Perdón por dejarte, mi amor.”

Ese día comprendí cuán valiosa era mi vida junto a ella. Le besé la frente y susurré: —“Nunca más te haré daño. Perdóname tú.”

SI EL HOMBRE SABE RECONOCER, LA MUJER SABE PERDONAR.