
Ravdan y Tuul llevaban dos años de matrimonio sin haber tenido hijos. Un día, Ravdan apareció en casa acompañado de un viejo amigo de la universidad, Bold, quien había crecido en la misma calle e incluso había sido vecino de al lado. Ahora, convertido en ginecólogo, Bold trabajaba en una brigada médica voluntaria que realizaba exámenes gratuitos en zonas rurales.
Era un joven de piel clara, cejas espesas, barba poblada y estatura media. A Tuul le causó una excelente impresión. Le ofreció té, comida, y Bold pasó la noche en su casa.

Al día siguiente, Tuul fue a hacerse revisar. Bold le habló con naturalidad, bromearon, y conversaron como viejos conocidos. Esa noche volvió a cenar con ellos. Ravdan y Bold recordaban entre risas sus años universitarios. Antes de salir para su turno nocturno, Ravdan dijo: —Que descanses, amigo. Y tú, amor mío, duerme tranquila.
Pero ahora, Tuul llevaba un mes postrada en cama. Había sido diagnosticada con un tumor cerebral. Aunque su cuerpo fallaba, su mente seguía lúcida. Sentía que si no decía pronto las palabras que había guardado en su pecho toda una vida, sería demasiado tarde.
Su esposo, Ravdan, era un hombre sencillo y trabajador, sin muchas palabras. Ella siempre se consideró afortunada por tener un marido así: un buen hombre, noble y leal.
Más de una vez escuchó a la gente decir: “¡Qué suerte tiene Ravdan con una esposa tan hermosa!” Tuvieron un hijo, quien creció y se convirtió en yerno en una provincia lejana. Ahora, él y su esposa vivían en la capital con sus dos hijos.
Ravdan era tradicional. Creía que un esposo debía ser fiel. Esa firmeza fue, probablemente, lo que hizo que Tuul aceptara casarse con él, aunque de joven ella había sido muy distinta. Le confesó que había tenido relaciones íntimas con dos o tres hombres antes de él. Ravdan solo respondió: —No voy a escarbar el pasado. Mientras estés conmigo, sé solo mía.
Después de dos años sin poder concebir, Ravdan trajo a Bold a casa. El mismo Bold que había sido su vecino, ahora médico. Esa visita cambió todo.
Tuul sintió algo por él desde el principio. Cuando Bold volvió a su casa a cenar con ellos y Ravdan salió para su turno, el destino quedó sellado.
Un mes después, durante una excursión con sus colegas, al oler el humo del khorkhog, Tuul sintió náuseas y mareos. Su amiga Dolgor bromeó: —¿No estarás embarazada, verdad? Tuul se quedó paralizada. Al volver, no le dijo nada a Ravdan, pero fue al médico. El diagnóstico fue claro: —Felicidades. Estás embarazada. Te dije que estabas sana, ¿no? Ella solo pudo sonreír débilmente.
Esa noche, Ravdan llegó feliz, abrazándola, besándola: —¡El doctor Otgoo me llamó para felicitarme! ¡Corrí todo el camino! ¡Gracias, mi amor! Cuídate mucho. Voy a ver a mis padres. Y se fue sin sospechar nada.
Tuul lloró desconsoladamente. Miraba a su hijo, que con el tiempo fue creciendo y cada vez se parecía más a Bold. Muchas veces quiso confesarlo, pero el momento nunca llegaba. Los años pasaron.
Nunca tuvo más hijos. Se culpaba en silencio. Y ahora que tenía nietos, veía a Ravdan feliz, jugando con ellos, y su pecho se oprimía.
Un día, entendió que ya no podía callar más.
Con los ojos cerrados, llamó suavemente a su esposo. Ravdan vino con té, le dio un sorbo con la cuchara, acomodó su almohada y la ayudó a girarse de lado para que descansara mejor.
Le dijo que el hijo y la nuera habían salido, que los nietos estaban con la hermana mayor. Tuul asintió y, muy bajo, dijo: —Tengo algo que decirte. —Dime —respondió él. —Nuestro hijo… no es tu hijo.
Ravdan no respondió de inmediato. Acarició su cabello, besó su frente y dijo: —Lo sé.
Ella lo miró, incrédula. Él se inclinó y le susurró al oído: —Gracias por darme un hijo, aunque haya sido por Bold. Lo crié como mío. Estoy agradecido contigo.
Ella intentó responder, pero su cuerpo comenzó a apagarse. Quería decirle lo que había guardado todos estos años:
—Cuando estabas en el ejército, fuiste golpeado casi hasta morir. Antes de que salieras del hospital, el médico te dijo: “Eres un buen muchacho, pero ya no podrás tener hijos. Lo siento. Al menos sigues con vida, y eso es una bendición.”
Pero antes de terminar, su aliento se desvaneció. Una única lágrima rodó por su mejilla.
Ravdan lloró desconsoladamente. —Soy estéril…
Corrió al arcón, sacó una campanilla de bronce, y la hizo sonar sobre su cabeza mientras murmuraba: —Om mani padme hum…
Los rayos anaranjados del sol poniente, filtrándose por el techo, iluminaban el rostro pálido de la mujer que, por fin, había dicho su última palabra.
