Cuando pensamos en una abuela, casi de manera automática se nos viene a la mente la imagen de una mujer sentada en una mecedora, tejiendo, esperando la visita de los nietos o disponible para cuidarlos en cualquier momento. Es una imagen tan repetida que muchos la dan por sentada, como si viniera incluida con el título de “abuela”. Pero la realidad, como casi siempre, es mucho más diversa y compleja. Y en medio de esa diversidad aparece la historia de una mujer que decidió romper con todas esas expectativas.
Ella es una abuela que, lejos de acomodar su vida alrededor del cuidado permanente de sus nietos, tomó una decisión que para algunos resulta admirable y para otros, incomprensible: priorizar su deseo de viajar por el mundo. No se trata de que no ame a su familia ni de que reniegue de su rol, sino de algo mucho más profundo: la convicción de que esta etapa de su vida también le pertenece y que no está dispuesta a vivirla únicamente en función de los demás.

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Desde joven, esta mujer siempre soñó con conocer otros países, otras culturas y otros paisajes. Sin embargo, como suele pasar, la vida la llevó por caminos distintos. Se casó, formó una familia, trabajó duro durante décadas y puso muchas veces sus propios deseos en pausa. Criar hijos, cumplir con responsabilidades laborales y sostener un hogar no le dejaban mucho espacio para pensar en viajes largos o aventuras lejanas. Aun así, ese anhelo nunca desapareció del todo; simplemente quedó guardado en algún rincón de su corazón.
Cuando finalmente llegó la jubilación, pensó que por fin tendría tiempo para ella. Pero justo en ese momento apareció una nueva expectativa social: ahora, como abuela, debía estar disponible para cuidar a los nietos siempre que hiciera falta. Guardería improvisada, niñera de emergencia, apoyo constante para los hijos adultos. Para muchos, eso parecía lo más natural del mundo. Para ella, en cambio, fue una señal clara de que otra vez estaban intentando decidir por su tiempo.
La conversación con sus hijos no fue sencilla. Algunos lo entendieron desde el principio; otros lo tomaron como una especie de rechazo personal. “¿Cómo que no puedes quedarte con los niños?”, le preguntaban. “¿Acaso no son importantes para ti?”. Ella tuvo que explicar, una y otra vez, que el amor no se mide en horas de cuidado ni en sacrificios permanentes. Que se puede amar profundamente y, al mismo tiempo, elegir una vida distinta.
Con el paso del tiempo, esta abuela empezó a viajar. Primero destinos cercanos, luego países más lejanos. Aprendió a moverse sola, a hacer maletas ligeras, a perderse en calles desconocidas y a disfrutar del silencio de un hotel en una ciudad extranjera. Cada viaje era una mezcla de emoción, libertad y una sensación que no había experimentado en años: la de estar viviendo para ella misma.
Por supuesto, no todo fue color de rosa. Las críticas no tardaron en llegar. En redes sociales, cuando su historia se hizo conocida, muchas personas la señalaron con dureza. La llamaron egoísta, irresponsable, fría. Algunos incluso afirmaron que no merecía el título de abuela. Pero junto a esas voces también surgieron otras, igual de fuertes, que la defendían y se sentían reflejadas en su decisión.
Muchas mujeres de su generación crecieron con la idea de que su valor estaba ligado a cuánto daban a los demás. Primero a los padres, luego al esposo, después a los hijos y, finalmente, a los nietos. Siempre cuidando, siempre postergándose. Ver a una abuela que dice “ahora me toca a mí” resulta incómodo porque cuestiona una narrativa muy arraigada. Obliga a preguntarnos si es justo esperar que alguien viva toda su vida para los demás sin reclamar nunca su propio espacio.
Ella, por su parte, nunca negó su rol familiar. Cuando está en casa, comparte tiempo con sus nietos, los llama por videollamada cuando está lejos, les trae recuerdos de cada lugar que visita y les cuenta historias que despiertan su curiosidad. Para los niños, su abuela no es la típica figura siempre disponible, pero sí alguien interesante, inspiradora y llena de anécdotas. Una abuela que les muestra que el mundo es grande y que los sueños no caducan con la edad.
También hay un punto importante que muchos pasan por alto: criar hijos ya fue una etapa intensa de su vida. Cuidar nietos puede ser una experiencia hermosa, pero no debería ser una obligación automática. Cada familia es distinta, cada situación también. Hay abuelas que disfrutan dedicarse de lleno a eso y otras que no. Ambas opciones son válidas, aunque no siempre se traten como tal.
El debate que genera esta historia va mucho más allá de una sola mujer. Habla de cómo vemos la vejez, el rol de las mujeres mayores y el derecho a decidir cómo vivir los últimos años con plenitud. En una sociedad que muchas veces invisibiliza a los adultos mayores o los encasilla en funciones muy específicas, una abuela viajera se convierte casi en un acto de rebeldía.
Ella misma ha dicho en más de una ocasión que no está huyendo de su familia, sino acercándose a sí misma. Que viajar la hace sentir viva, curiosa y en movimiento. Que después de tantos años cumpliendo expectativas ajenas, por fin se permitió escuchar su propia voz. Y esa honestidad, aunque moleste a algunos, resulta profundamente liberadora para otros.
Con el tiempo, incluso algunos de sus críticos han cambiado de opinión. Hijos que al principio se sentían abandonados empezaron a comprender que una madre feliz es también una mejor madre y una mejor abuela. Que verla regresar de un viaje con energía renovada, historias emocionantes y una sonrisa genuina era mucho más valioso que tenerla agotada y resentida por haber renunciado a lo que deseaba.
Esta historia no pretende decir que todas las abuelas deberían hacer lo mismo. Tampoco busca desvalorizar a quienes encuentran su mayor felicidad en cuidar a sus nietos. El verdadero mensaje es otro: cada persona tiene derecho a elegir cómo quiere vivir su vida, sin importar la edad ni el rol familiar que ocupe. Y que amar no significa desaparecer como individuo.
Al final del día, esta abuela no dejó de ser abuela por viajar. Simplemente decidió ser, además, una mujer libre. Una mujer que entiende que los años que vienen también cuentan, que los sueños no tienen fecha de vencimiento y que la felicidad no debería negociarse en silencio. Quizás su mayor legado para sus nietos no sea haberlos cuidado a tiempo completo, sino enseñarles, con su ejemplo, que vivir con autenticidad es una de las formas más honestas de amar.

