
Siempre recordaré cómo empezó todo. Estaba en segundo año de medicina cuando me quedé sin dormitorio. Con un periódico en la mano, me senté en un local llamado “Zochin Buuz” buscando anuncios de habitaciones en alquiler. Pero todo era demasiado caro o pedían pagar varios meses por adelantado, cosa imposible para una estudiante pobre como yo.

Mientras hojeaba el periódico con desesperación, un “hermano mayor” se acercó a mi mesa y me dijo: —Hermana, tengo una habitación al lado para alquilar. ¿Estás buscando pagar mes a mes? Se puede arreglar.
Al principio lo miré con desconfianza, pero luego pensé: “¿Quién sabe? Podría ser una oportunidad”. Le pedí su número por si acaso.
Como no tenía otro lugar donde quedarme, lo llamé. Resultó ser un chico algo regordete, con barba, por eso pensé que era mayor… ¡pero sólo estaba en cuarto año! Vivía con su madre. Cuando fui a ver la habitación, estaba completamente vacía, pero tenía papel tapiz rosa. Era barata, así que decidí mudarme.
Así fue como nos convertimos en vecinos. Al principio, nunca salía de mi habitación. Su madre me llamaba para comer, pero yo ni me atrevía a salir. Él, en cambio, siempre buscaba excusas para hablarme. Me traía una taza, una pequeña mesa, cosas que me faltaban. A veces jugábamos a las cartas. Poco a poco, nos hicimos cercanos. Se sentía seguro, como un refugio.
Pronto dejó de llamarme “hermana” y me empezó a decir “tú”. Comencé a sentir que no quería estar lejos de él. Había nacido el amor.
Mientras otros salían a citas, al cine o restaurantes, nosotros nos sentábamos frente a frente en nuestras habitaciones contiguas, sin gastar un solo centavo.
En invierno de tercer año supe que estaba embarazada. Me angustié: ¿qué pasará con mis estudios, mi futuro? ¿Cómo llevaré este cuerpo, esta vida?
Pero él me abrazó y me dijo: —Tu futuro está en tu vientre, amor. Tu cuerpo ya es mi otra mitad. ¿Por qué preocuparse, mi pequeña?
Creí en esas palabras. Así, con valentía, fui madre año tras año hasta tener cuatro hijos.
Nunca usé tacones, ni me lucí como otras mujeres. Perdí contacto con muchas amigas. Por cierto, cuando me vio en el local leyendo anuncios de alquiler, le dijo a su amigo: —Voy a casarme con esa chica.
Ni siquiera tenía pensado alquilar. Fue a casa, vació la habitación con su madre, porque sabía que yo llamaría. Siempre lo supo, dice.
Nuestro hogar nunca ha sido impecable ni ordenado. Siempre hay un calcetín por aquí, un cochecito por allá, una Barbie o una masa de modelar en la mesa del comedor, muñecas despeinadas por el suelo. Yo siempre recogiendo, limpiando, organizando…
Pero mi esposo me dice: —Amor, los niños crecerán y la casa se ordenará sola. Luego estará tan vacía que nos quedaremos sólo tú y yo. Ese tiempo que pasas recogiendo, mejor inviértelo en ti misma. Ámate. Y si no puedes… yo te cuidaré.
Esas palabras me llegaron al alma, y he empezado a seguir su consejo.
Hoy mi esposo recibió un aumento. Con su primer sueldo extra, me prometió un regalo. Yo pensaba en maquillaje, zapatos, bolso… o incluso una lavadora automática.
Pero no… me trajo algo que jamás imaginé: a sí mismo.
Con un anuncio solemne dijo: —Hoy, el papá ocupado se regala a la familia. A partir de ahora, un día entero con papá. ¡Aprovéchenlo al máximo!
¡Fue un día de carcajadas! Los niños le pedían helado, dulces, y yo también me uní: —Quiero que cocines esta noche. Yo seré la reina, sin mover un dedo.
Y fue un día maravilloso. Luego de acostar a los niños, nos sentamos juntos a ver una película. Hablamos como hace mucho no lo hacíamos. Últimamente sólo hablábamos de comida, tareas, niños, la casa. Nada más.
Él me dijo: —Desde ahora, al salir del trabajo, correré a casa. Vendré a ti. A mis hijos. El tiempo que nos queda antes de que ya no nos necesiten es corto. Hay tanto amor aún por compartir.
Nuestros hijos aún son pequeños: el mayor tiene seis, el menor un año y dos meses. Y aunque nunca he usado marcas de lujo ni salido de fiesta, hoy me sentí la mujer más amada del mundo.
He pensado tanto hoy: pasado, presente, futuro. Soy madre de cuatro. Este año quizás reciba la medalla de honor por ser madre ejemplar.
Pero incluso si no la recibo… no importa. Porque ya tengo cuatro medallas preciosas colgadas de mi pecho. Mis hijos. Y con ellos, ya estoy viviendo la vida más hermosa que jamás soñé.
Viviremos felices. Eso lo sé.
